lunes, 24 de diciembre de 2007

Capítulo 23

Donde se cuenta el conmovedor encuentro con una diosa.

La oscuridad y el silencio continuaban reinando en aquella sección del universo. Vladi Dobladi despertó. Un extraño estremecimiento recorrió la total longitud de su columna, vértebra por vértebra, hasta depositarse en las cervicales. Pensó que se trataba de algún tipo de reacción alérgica o que algún bicho lo había picado mientras dormía. Se pasó las manos por la nuca y el cuello tratando de aliviar el síntoma. Entonces se dio cuenta que había visto su propio hombro. Se tocó el pecho. Sus manos estaban ahí. Podía verlas. Podía ver. La oscuridad ya no era absoluta. Hacia el frente no divisó ningún objeto identificable, pero al mirar hacia popa, pudo ver la redondez de la Luna que nacía desde el mismo vientre del mar, irradiando feliz claridad sobre todos los habitantes de la barca.

- Kughyën - dijo el niño yagan.

- Kughyën, kughyën.

Los tres yaganes sonrieron con serena alegría. Dobladi miró a El Monje y notó que él también estaba contento.

- Adoran a la Luna, Señor. Creen en ella. Creen que es una diosa que rige los asuntos de los hombres - dijo El Monje.

Durante un largo tiempo apenas se hablaron. Los cinco navegantes estaban cautivados por el majestuoso fulgor de la luna. Pasaron cerca de una hora, poco más o menos, contemplando al gran astro. La Madre yagán se paró en la canoa, fijó sus ojos en los de Dobladi y luego alzando la palma de su mano señaló la Luna como ofreciéndola.

- Kughyën - dijo La Madre.

Dobladi miró a El Monje.

- ¿Qué quiere?

- Le sugiere que aproveche la ocasión para suplicar a la diosa lunar, Señor. Cree que ella va escuchar su ruego.

Perdido por perdido, harto de tanta desventura, deseoso de alcanzar de una vez La Señal, Dobladi se sentó en la proa de la barca encallada y elevó su oración diciendo así:

- ¡Oh, tú, que vives y reinas en la noche azul, evocación inmaculada de la belleza, puerta del cielo, ama y señora, femenina divinidad, tú que alumbras en la inmensidad tenebrosa, tú que nos regalas la claridad y las lluvias, fuente eterna de fecundidad, por lo siglos de los siglos, Qamar de los árabes, emblema de Shiva, oh, tú, Luna, la Kughyën de mis amigos, Juno, Diana, Ishtar, Ixchen, Isis, adorada en todas las latitudes, por voluntad de los fragmentos volcánicos que te componen, oh tú, Luna, la más impresionante entre todos los astros, tú que reinas sobre vientos y mares, sobre todos los gobernantes continentales, espejo de la perfección, musa inspiradora de poetas y magos, acude al desesperado llamado que te hace El Que Vio La Señal, responde a esta súplica, alegra mis mañanas, quítame del cogote las penas que me pesan como collar de plomo hundiéndome en la tierra, llévame hacia el camino a la isla señalada.

Entonces la luna se aproximó hasta ellos y adquirió forma humana. Era una mujer hermosa por donde se la mirase, de un encanto superior al de princesas y sirenas. Los ojos dulces, azules, oscuros, profundos; la boca carnosa, deliciosa, ni muy grande, ni muy pequeña. Los cabellos mojados, largos y rojos, caían por su cuello y por su espalda acariciando aquella piel hasta más abajo de la cintura. Llevaba un camisón transparente muy corto que dejaba ver los pezones rosados. Un perfume a flores emanaba de su delicado cutis blanco. Cada cavidad, cada hueco, los músculos de sus piernas, todo en ella era extremadamente bello. Dobladi no podía apartar los ojos de aquel divino cuerpo.

- Heme aquí, Vladi Dobladi, naufragante de mares y de tierras, pequeño ser que reclamas mi ayuda, vengo en persona a favorecerte, a transformar tus desdichas en regocijos. Aleja de ti toda tristeza, expresa con sinceridad tus sentimientos, no temas al ornamento poético, canta a tu musa. Seré tu buena ventura, la divina providencia. Si sólo a mí tu súplica diriges acabarán muy pronto tus penas y lamentos.

- Bendita seas Luna entre todos los dioses, busco una señal en lo profundo del cielo, "¡Jamaica!" grita una voz en mis silencios, isla fantasma en mi ocurrente mente. Mantuve firme mi paso contra el viento, contra las luces de colores brillantes, contra espejismos y adoquines parlantes, contra escribientes baratos y demonios. No hay fe más fiel que ésta que yo profeso. Dame paz y reposo, felicidad y suerte.

- Has convencido a mi corazón, poeta. Te auxiliaré en tu lúgubre desventura para que alcances por fin la isla que tanto anhelas. Ya no temas. Pero antes deberás probar tu sincera fidelidad ocupándote de un asunto que me tiene a mal traer desde hace décadas.

- Lo que su divinidad diga será un mandato.

- Hace algún tiempo, unos hombrecillos desagradables clavaron una banderilla aquí en mi espalda, mira, justo entre los omoplatos. Desde entonces espero la llegada de un valiente caballero que se anime a quitar de este cuerpo celeste esa molestia.

- Faltaría más, venerada dama. Será un honor para mi poder cumplir con tan noble acción.

La Diosa descendió hasta la barca. Los indios yaganes y El Monje se inclinaron ante el fulgor de aquella preciosura. La Diosa acarició con ternura la mejilla del héroe, luego se dio vuelta y desanudó el único hilo que sostenía el camisón dejándolo caer sobre el piso de la nave. Dobladi cerró sus ojos para no encandilarse. Sus dedos se apoyaron en la piel de la divinidad que arqueó la cintura al sentir la mano del hombre.

- ¿Es por aquí?

- No- respondió.

Con una suave presión, sin perder el contacto, Dobladi fue recorriendo lentamente las delicadas proporciones, palpando cada valle, cada elevación del relieve lunar, interrogando a cada paso:

- ¿Por aquí?

- No, aún no.

Hasta que Dobladi, sin poder contenerse más, cruzó la mano libre hacia delante acariciando el terso vientre. La Diosa volteó su cuerpo quedando cara a cara con el héroe y lo besó en los labios varias veces.

- Me agradan tus caricias pero debo darte una lección: nunca intentes seducir a una musa. Podría enamorarse y la desgracia caería inevitablemente sobre todas y cada una de tus obras. Ahora no intentes otra cosa y quitame esa impureza de la espalda.

Dobladi pasó un brazo por detrás de La Diosa y arrancó de un tirón la banderilla.

- Gracias, amigo - dijo La Diosa iniciando su pausada retirada.

- Pero ... ¿qué hago con esto? - preguntó Dobladi confundido mientras agitaba la banderilla mirando a la luna.

- ¡Arrójala en lo profundo del cielo! Muy pronto encontrarás el verdadero amor. Confía en mi.

- En ti confío, Diosa - exclamó Dobladi mientras la hermosa mujer volvía a transfigurarse en el adorado astro.

Dobladi tomó la banderita, apretando el mástil entre el pulgar y el índice, y la lanzó con fuerza lo más lejos que pudo. El pequeño emblema patrio se dirigió al espacio con asombrosa rapidez girando sobre su propio eje. Al alcanzar la velocidad de la luz se encendió. La llama crecía y crecía a medida que se internaba en lo profundo, hasta que se convirtió en una verdadera bola de fuego. Cuando la creyeron definitivamente perdida en el firmamento, el estandarte estalló en mil estrellas. Luego salió el sol.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo bien que me vino el quiropráctico hoy!

GAb

Inspeculum dijo...

¿Sabía que Porcel fue jugador de básquet?

Saludos cordiales

A. (de anfractuoso)

Anónimo dijo...

helou master!
un placer saber que me lee,
un placer leerle!!!!

besos!!