lunes, 14 de enero de 2008

Capítulo 24

En La Isla.

Dobladi no veía el sol desde aquella tarde en que la canoa se internó en Darklinglandia, y de eso hacía ya mucho tiempo, tal vez días enteros. El cielo estaba completamente despejado. No había ni una sola nube en la gran bóveda celeste. Ni vientos huracanados, ni tempestades, ni marejadas, ni probabilidades de chubascos aislados. Con la luz del sol pronto descubrieron que la corriente los había transportado hasta una isla. El lugar donde habían encallado era una pequeña playa rodeada de peñascos.

Tan pronto como puso sus pies en tierra, Dobladi empezó a murmurar tratando de atar cabos.

- Estamos en Jamaica. Estamos en Jamaica. Esa fue la señal. El estallido. La Diosa lo sabía. Lo sabía.

- ¡Claro que sí, Señor! Ha de ser la isla soñada -trataba de confirmar El Monje mirando alborozado a uno y otro lado.

Estaban en una isla. Pero era una isla un tanto áspera y rocosa. Se veían pocos pastos y sólo a lo lejos algunos árboles. Nada que ver con la folletería turística que Vladi Dobladi había recibido en su adolescencia y que desde entonces venía alimentando una imagen completamente distinta de aquella realidad con la que entonces se topaba.

- No sólo de ilusiones vive el hombre - reflexionó Dobladi en voz alta.

Un poco después vieron llegar a uno de los habitantes de aquel sitio. Caminaba muy tranquilo ajeno a los maravillosos sucesos acaecidos. Traía una red de pesca y una canasta. Cuando los vio, el rostro de aquel hombre se puso verde, arrojó la red y la canasta por el aire y luego retrocedió corriendo sin darse vuelta y gritando sin cesar:

- ¡Ya está aquí! ¡Está aquí! ¡Ya está aquí! ¡¡¡¡¡Takítakítakíííííííííííí!!!!!

El Monje sonrió al ver a aquel singular tipito que huía velozmente. Se quitó la capucha de la cabeza y encendió su pipa. Estaba fatigado por la larga travesía. Se sentó en una gran roca y se puso a fumar.

- ¡Parece que descubrieron nuestra presencia, Señor! -le gritó El Monje a Dobladi mientras este ayudaba a los yaganes a empujar la canoa hacia el interior de la isla.

Algunas horas después, El Monje, que se había recostado a dormitar bajo el sol, vislumbró al pescador que volvía a los saltos. Detrás de él venían decenas de mujeres, niños, perros y algunos pocos hombres. Todos se apiñaron a unos doscientos metros y los hombres comenzaron a tocar unos tambores.

- ¿Qué pasa ahora?

- Juro que no lo sé, Señor - dijo El Monje y miró a los yaganes tratando de encontrar una explicación en sus rostros, pero al parecer ellos tampoco tenían la respuesta.

De pronto, de la multitud salió una anciana que comenzó a avanzar hacia ellos a un ritmo lento pero sostenido. Su cuerpo estaba cubierto por una túnica roja de batista estampada con lunares blancos. Para andar se ayudaba con una caña en la que se apoyaba antes de dar cada paso. Al llegar adonde estaba Dobladi, la mujer se detuvo y se inclinó ante él. Los tambores dejaron de sonar. La anciana volvió a erguirse y dijo:

- Bendito sea El Que Viene De Lejos.

- No soy El Que Viene De Lejos; soy El Que Vio La Señal -aclaró Dobladi para evitar malos entendidos.

- Sabemos quien eres. Hace años que te esperamos.

Se acercó hasta el niño yagan, acarició sus cabellos y le dio un beso.

- Gracias por escoltarlo hasta nosotros.

Seguidamente La Anciana tomó del brazo a Dobladi.

- Vamos. Vengan conmigo. Los llevaré hasta nuestra aldea -dijo y a continuación la extraña pareja inició la marcha. El Monje, los yaganes y todos los alborozados habitantes de aquel lugar los seguían de muy cerca entre cánticos, aullidos y golpeteos de tambores.

Tomaron un sendero que subía a través de los peñascos entre los que sólo crecían unos pocos matorrales. Anduvieron durante algún tiempo, tres o cuatro horas, atravesando sierras y quebradas. Ya anochecía.

- Del otro lado de aquel cerro está la aldea - dijo La Anciana.

Iniciaron el ascenso por un camino en caracol. Caminaron durante veinte minutos. Los pies de Dobladi pedían clemencia.

- ¿Podemos descansar un momento? - preguntó El Monje a La Anciana.

- Aún no. Ya falta poco.

La Anciana no mentía. Subieron una vuelta más por el caracol y desde aquella altura tuvieron la visión panorámica de un verde valle, en donde se destacaban las luces de la aldea.

Unas treinta casillas de madera y chapa, levantadas sobre fuertes pilotes a unos dos o tres metros de la tierra, conformaban el poblado. Los ranchitos estaban distribuidos en cuatro círculos, y en el eje de ellos, se situaba la plaza también redonda. En el centro de cada núcleo habitacional había un fogón, y otro, más grande y más alto, ardía en el medio de la plaza. Alrededor de esa fogata, un grupo de mujeres entonaba un mantra. Hasta allí La Anciana condujo a Dobladi.

- Con su permiso, amigas. El Que Viene De Lejos está aquí -anunció.

Las mujeres lo invitaron a que tomara un lugar junto al fuego. Dobladi y La Anciana se ubicaron en la rueda. Después les trajeron unos cuencos con una especie de puchero. Cuando todos estuvieron sentados y en silencio, una de ellas, que parecía ser la más vieja, comenzó a hablar diciendo así:

- Bienvenido, amigo, a estas tierras tan alejadas de tu hogar. Mi nombre es Clara y soy quien preside el Concejo de Ancianas y la Asamblea de Todos. Hace tres lunas que nos encontramos en sesión de diálogo y oración esperando tu arribo. Tú no sabes porque estás aquí, pero nosotras sí. Eva te contará.

Entonces otra de las ancianas comenzó a contar la siguiente historia:

- Al otro lado del valle, lejos de la zona de peñascos, está El Paraíso, la playa natural más extensa y más hermosa de todo el Mar Caribe. El agua es cálida y transparente. La pesca es excelente. Junto a esa playa vivió nuestro pueblo desde siempre. Hace cuatro años llegó un gran barco con potentes motores. Sus rugidos podían escucharse desde la cima de Cerro Blanco. De ese navío descendió un ogro con un papel en la mano. Dijo que la tierra era suya, que él la había adquirido al gobierno, que ahí en el papel estaba todo escrito, que nos lleváramos lo que quisiéramos, pero que debíamos marcharnos porque, dijo también aquel ogro, que en ese lugar, en la tierra en que nosotras nacimos, en donde parimos y criamos a cada uno de nuestros hijos, se levantaría un importante centro turístico de nivel internacional. Estuvo todo aquel día recorriendo la isla, haciendo preguntas, metiéndose en nuestras casas, espiando nuestras vidas. Antes de retirarse dijo que en un mes volvería y dijo también que esperaba hallarnos en otro lugar de la isla, lejos de El Paraíso. El Concejo se reunió inmediatamente y deliberó durante dos días y dos noches. En esa época, también estaba formado por varones, muchos de los cuales, algunos por dignidad y otros por aburrimiento, querían pelear. Se discutió arduamente y no podíamos ponernos de acuerdo. Nadie quería irse pero la situación era peligrosa. Nosotras temíamos por la vida de nuestros hijos. Finalmente se tomó la decisión de resistir y todos nos preparamos para la lucha. Al cumplirse el plazo establecido, el gran barco regresó. El Ogro bajó a tierra con el papel en la mano. El Concejo lo esperaba en la playa para comunicarle su decisión de no abandonar El Paraíso. El Ogro enfurecido atacó la aldea. Combatimos valientemente, pero no pudimos con la rabia desatada de ese engendro. La batalla fue sangrienta. Veintitrés hombres y cinco mujeres murieron en esa trágica jornada. El resto escapó hasta este valle a donde el malvado engendro no puede entrar. Aquí las sierras nos protegen. Pero no podemos aventurarnos muy lejos. Es peligroso. Una de las muchachas de la aldea amaba nadar en El Paraíso. El Ogro, que no soporta la tenue luz de los atardeceres, se oculta durante ese momento del día dentro de su fortaleza y se dedica a tareas administrativas. La joven aprovechaba ese breve lapso para zambullirse en aquellas aguas. Pero una vez, perdió noción de la hora y nadó y nadó y nadó, mucho más tiempo del que solía hacerlo. Cuando El Ogro terminó sus deberes, salió al balcón a fumarse un pucho. Y allí la vio, radiante como el sol, deslumbrante como la luna, y quiso tenerla. No perdió un segundo. Se arrojó desde el balcón y se metió en el mar hasta las rodillas. La joven al verlo se desmayó en el acto. El Ogro la alzó y la llevó al Hotel. Mandó a sus sirvientes a que prepararan la mejor habitación. Cuando la muchacha despertó se encontró con el repugnante monstruo que, sentado en el borde de la cama, le ofrecía matrimonio. La muchacha se negó rotundamente a cada una de las ofertas que le hacía. Entonces la bestia maligna decidió que si la chica no iba a ser suya ya no sería de nadie. Desde entonces la tiene encerrada en la suite presidencial de El Castillo Hotel Inn.

El silencio se había adueñado de la noche.

- Desesperadas por la terrible situación decidimos enviar una señal hacia lo profundo del cielo esperando que algún valeroso caballero de espíritu generoso acudiera al llamado. Por eso estás aquí con nosotras. Para cumplir con tan noble presagio.

- No, lo que pasa es que ... -titubeó Dobladi.

- ¡Te daremos una espada! -dijo una de las damas con entusiasmo.

- Quiero ser sincero, señoras.

- No nos digas así. Llamanos "amigas".

- Amigas, sí, sí. Bueno, amigas, no quiero engañarlas. En realidad yo no sé que es lo que ustedes creyeron, no sé que se imaginaron, que esperan que yo haga. Yo soy un tipo común, un pibe de barrio metido a la aventura por circunstancias ajenas, pero nunca por decisión propia. Me fui defendiendo más o menos como pude. Ya no sé como empezó todo esto. La idea mía era ir a Jamaica, con mis amigos, fumar porro todo el día tirado en la arena. Escuchar música. Mirar los veleros. Conocer chicas. Amamantar el placer de una nueva y cierta libertad. Nunca supe bien hacia donde iba, pero en mi interior siempre quise ir a Jamaica. Con el correr de los días y de las aventuras ese anhelo intransigente fue creciendo y a medida que lo hacía yo iba ganando confianza y empecé a creérmela cada vez un poquito más y en definitiva fue esa obstinada ilusión la que hizo posible que llegara tan cerca de mi objetivo hasta aquí, hasta este isla, este fuego, porque ... ¿esto no es Jamaica, no?. No. Esto no puede ser Jamaica.

- No, quedate tranquilo. Esto no es Jamaica -dijo La Anciana.

- Necesito pensar un poco. ¿Me dan unos minutos, por favor?

- Adelante, amigo.

Vladi Dobladi se alejó de la rueda y empezó a caminar por los distintos círculos, entre el rancherío. En uno de ellos vio a la familia yaman que dormía junto al fuego. Al acercarse a otro de los fogones sintió olor a pescado. Allí estaba El Monje cantando los mejores boleros de Manzanero ante un encantado público femenino.

- ¡Adiós, Señor!

- ¡Que te vaya bonito!

De pronto, Dobladi se sintió invadido por una intensa soledad. Sintió que las cosas pasaban a su alrededor como en una película, como si nada fuera real, como si todo fuera el fruto de la imaginación de algún otro ser. Sintió que estaba fuera del mundo, suspendido en el aire, ajeno a la tierra. Estaba volando.

- ¡Madre mía! - gritó El Monje al verlo pasar.

- ¡¿Quién sabe como se frena esto?!

- ¡No temas, amigo, son los encantos de la soledad que te hacen aletear! ¡Ya va a pasar! - gritó La Anciana.

- ¡Arrójeme la espada, amiga! ¡Me siento un pájaro de fuego! ¡Iré ya mismo a acabar con ese peluchín y a traer de vuelta a la muchacha! ¡Allá voy! ¡ Libustrina y Calefón!

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