domingo, 12 de agosto de 2007

Capítulo 5

Sobre la Larga Marcha de Vladi Dobladi.

Cuando llegó a la esquina, Vladi Dobladi recordó que no tenía auto, que nunca había tenido uno y que además no sabía manejar. Pero esto no detuvo al valiente Dobladi que, al mismo tiempo que rememoraba su incapacidad automovilística, se acordaba que había dejado a El Maestro en casa de El Samurai.

- El control de la respiración, la meditación, el no- interés por los objetos exteriores, la concentración de pensamiento, la búsqueda del autocontrol y el equilibrio, una vez que has advertido todo esto, ya no tienes motivo de temor.

- Ciertamente creo que hay más verdad en tus reflexiones que en cuanto suelo oír por ahí, oh querido samurai.

Dobladi lamentó tener que interrumpir ese diálogo repleto de respeto, caballerosidad, sabiduría y belleza lingüística. Pero él había recibido una señal desde lo profundo del cielo y el tiempo se le estaba acabando.

- ... no hacer violencia a ser alguno, decir la verdad, no aceptar dones y buscar las posturas físicas que favorezcan el equilibrio ...

- Ejem, ejem – tosió Dobladi. Disculpe Samurai pero ...

- Pero, pero, pero, pero ¿pero qué?, ¿no ves que estoy hablando? ¿sos sordo o qué sos? ¡Mary, traéme el lexotanil! -exigió desaforado El Samurai a su señora esposa.

Terriblemente decepcionado por la metamorfosis que acababa de presenciar, El Maestro se levantó del piso, en donde se encontraba intentando alcanzar la postura de la serpiente enredada, y se dirigió a la puerta de la casa seguido muy de cerca por Dobladi. Antes de salir, El Maestro miró a El Samurai y le clavó una frase que perduraría por varias semanas en su pobre memoria:

- Nunca creí que alguien pudiera parecerse tanto a mí. Lo desprecio por eso. Ahora me voy y me llevo conmigo una nueva desilusión. Desilusión que no será tal cuando el tiempo con su natural efecto coagulante sane este dolor que no termina.

El Samurai trató de convencerlos para que se quedaran a escuchar otra parte muy interesante de su exposición sobre la espiritualidad oriental y para tentarlos les ofreció nuevas pizzas de arroz con cerveza Sampporro, propuesta que casi hace regresar a Vladi Dobladi, mas el recuerdo de la profecía del cielo lo hizo volver sobre sus pasos para continuar su camino.

Caminaron y caminaron. Un silencio espantoso los acompañaba. Cuando al fin Dobladi habló, ya estaban en San Pedro.

- Bueno, Maestro, no te pongas así. Necesito tenerte en óptimas condiciones para el viaje. A propósito, ¿vos no tenías un auto?

Siguieron caminando. Pasaron cuatro estaciones de servicio, dos puestos camineros de la policía, siete parrilllas con choripán a un peso y veinticuatro moteles con sus correspondientes veinticuatro carteles de neón.

- Disculpame, Vladimiro, ¿qué me estabas diciendo? Una nube de oscuros pensamientos se ha apoderado de mis buenas intenciones y temo que me conduzcan hacia la pasión indómita, aquella de donde no hay regreso.

- ¿Si vos no tenías un auto?. Yo me acuerdo que alguna vez viajamos en un Ami Ocho celeste modelo setenta y dos y que el que manejaba eras vos.

- Sí, sí. Es verdad. Ahora necesito caminar un poco, disculpame. ¡Qué jornada agobiante, Vladimiro, oh, que momento tan horrible he pasado!

Caminaron y caminaron y caminaron. Silenciosos. Caminaron y caminaron y caminaron. Apesadumbrado por lo ocurrido, El Maestro intentaba hallar una respuesta filosófica que aliviara un poquito su intenso malestar cultural. Caminaron y caminaron y caminaron. Y así llegaron a Buenos Aires.

- ¡Buenos Aires! - gritó El Maestro al ver el obelisco y, como mágicamente recuperado de su reciente pesado pesar, continuó hablando:

- Sí, pero ocurre que no lo tengo más. Cuando me separé de mi cuarta mujer lo arrojé simbólicamente al río Carcarañá. ¿Querés que lo vayamos a buscar?

- No, dejá, dejá, no tiene sentido. Ya alguien se lo habrá llevado.

Dobladi y El Maestro se sentaron en un banco de la Plaza de los Dos Congresos. Una anciana miope que los confundió con palomas les tiraba miguitas de pan.

- ¡Ya sé!

- ¿Qué?

- Lo del auto para ir a Jamaica.

- ¿Qué?

- ¿Te acordás de López, el campeón madrileño?

- Sí.

- Bueno, él tiene un primo que tiene un auto.

- ¡Fantástico!

- ¡Libustrina y Calefooón!

Los dos hombres se levantaron del banquito placero con el impulso vital propio de las aves que eran y partieron raudamente hacia el aeropuerto de Ezeiza.

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