sábado, 15 de septiembre de 2007

Capítulo 10

En Palos.

El sol se encontraba en pleno apogeo cuando Dobladi, El Maestro y López, llegaron al Puerto de Palos. Era mediodía. Tres carabelas adornaban los muelles. El cielo estaba invadido por las gaviotas. Fueron a comer.

- Vino de la casa.

- ¿Queréis alguna cosilla para acompañar?

- Y alguna pavadita podría ser, ¿no?.

- Sí, algo para picar. ¿Tiene fideos resorte?

Tenían. Con salsa portuguesa, con salsa bolognesa, con salsa blanca, con crema, con manteca, a la provenzal, a la milanesa. Los probaron todos.

- Para no despreciar- fue la justificación que dio Dobladi.

- Cuando uno viaja a otras latitudes, debe aprender a conocer y respetar la cultura de sus anfitriones. Este es un precepto que todo turista y/o viajero tendría que agendar en su memoria protocolar - tal fue la explicación que dio El Maestro.

- ¡Sidra asturiana!- fue el pedido de López para bajar los fideos siguiendo su tradicional costumbre.

Ahora sí. Ya estaban listos para emprender la arriesgada tarea. El tiempo los apremiaba así que para evitarles posibles derrotas, a causa de mis intrincados laberintos mentales en los cuales suelo perderme, diré simplemente que: nuestros amigos lograron reducir a los hombres que custodiaban los depósitos donde se guardaban los automóviles confiscados por el Estado, hallaron rápidamente el automóvil, se subieron en él, lo pusieron en marcha, el tanque estaba lleno, partieron raudamente, su ruta.

A unos pocos kilómetros, llegando a Cádiz, notaron la presencia de dos patrulleros a sus espaldas. En el destacamento policial de Palos se había recibido la denuncia del encargado del Ristorante Italiano “Pasta Di La Mama. No habían pagado el suculento almuerzo.

- Bueno, viejo, esta vez la culpa no es mía -dije yo.

Y es que ya había hecho hasta lo imposible para que estos personajes pudieran partir sin ninguna clase de problemas. Los camuflé en el avión para que no fueran descubiertos por la Interpol al arribar al aeropuerto de Barajas, Madrid, los salvé de los ultra en el Bernabeu, les facilité un auto en sólo un párrafo, pero ya si comen y beben de lo lindo y no tienen plata para pagar la cuenta, bueno, allá ellos, eso no es mi responsabilidad. Disculpe el lector esta intromisión. Sé perfectamente que no es de lo más acertado esto de andar ventilando los pormenores de una relación tan íntima como la que tengo desde hace varios años con los protagonistas de “Una Señal en lo Profundo del Cielo”. Pero, ya basta, esto es demasiado, no da para más. Estos muchachos se pasaron de la raya, su negligencia supera todos mis pronósticos previos. No hacen una bien, viejo. Si al menos tuviera un personaje como Pepe Carvalho que anda por el mundo resolviendo problemas propios y ajenos sin recurrir ni una sola vez a la misericordia de Vazquez Montalbán, su autor. Tiene una mina que está espectacular, un tipo que le cocina, un departamento en Barcelona, astucia e inteligencia ...

- ¡¿Pero por qué no te vas a buscar al caballo ése y te dejas de hincharnos los quinotos con tus mariconadas de novelista frustado, querés?!

- Mirá, Dobladi, ese no es el punto. Acá el asunto es que ustedes maduren un poquito. ¡Ya están grandes, viejo! Me parece que la cosa pasa un poco por ahí.

- ¿Por dónde?

- Y por empezar a asumir responsabilidades y terminar de una vez con este viaje y con esta novela y listo. Ya está. No sólo por mi sino también por ustedes. Digamos que por el bien de todos.

- ¿Por el bienestar general?

- ¡Y claro, viejo!

La cuestión es que estuvieron detenidos durante unas cuantas horas en una mazmorra española hasta que llegué y pagué la fianza de mis tres personajes encarcelados.

- ¿Usted es el padre?

- No, solamente un amigo.

- Ya, hombre, no importa quien sea, mejor que se lleve a estos bribones y ala, ala, fuera de aquí, carajotas. ¡Y que os folle un pez! - sentenció el comisario y ordenó la liberación de Dobladi, El Maestro y López.

- Gracias, al fin una buena de tu parte- me dijo Dobladi. No te preocupes, no te voy a defraudar. Síganme, muchachos.

- Esas frases ya las oí en algún otro lado -dije.

-Juraría que pertenecen al sexto canto de La Ilíada - dijo el Maestro que había empezado a perder la memoria.

- ¿Y éste quién coño es? – preguntó Jaleo López mientras se acomodaba la camiseta adentro del pantalón.

- Shhh, no le des importancia. Es el autor y se la agarra con nosotros porque se enteró que la mujer lo engaña con un importante crítico literario.

- ¿Qué dijiste, vo?

- ¿Yo? Nada, nada. ¿Yo dije algo, Maestro?

- Nada. Yo no escuché nada. Sólo los susurros de un pernicioso sueño.

- Ah, mejor así.

- ¡Ay, Santa Diosa Blanca que reinas en los bosques! ¿Qué nos han hecho? Escribas eran los de antes.

Alcancé a oír el comentario de El Maestro, pero hice como que no había escuchado nada para poder llegar algún día a algo con estos kilos de horas, hojas y palabras.

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